Sobre el Estado y su autoridad

Si alguien nos pregunta «¿Cómo somos gobernados en la actualidad?», la respuesta más probable sería: somos gobernados por Estados que tienen un tremendo poder político para influenciar nuestras vidas.

Los Estados no sólo nos proporcionan protección básica en contra de ataques externos y sobre nuestra propiedad privada, sino que también ordenan nuestra vida de múltiples formas. Por ejemplo, nuestras posibilidades laborales, nuestras relaciones familiares e incluso nuestro desplazamiento. Los Estados también nos entregan múltiples beneficios en salud, educación, infraestructura, parques, museos, etc.

Aun cuando somos criaturas de Estado, esta forma de administración política es relativamente reciente. Las sociedades humanas antiguas por lo general funcionaban a una escala mucho más pequeña. Las sociedades tribales dejaban la autoridad en manos de los viejos y sabios, mientras que en la Edad Media el poder usualmente era ejercido por señoríos y autoridades locales.

Aparentemente, la autoridad política ha existido a lo largo de toda la historia de la humanidad. Sin embargo, los Estados modernos sólo han existido en los últimos 500 años. ¿Cuáles son las razones por las que decimos que los Estados tienen autoridad política legítima? ¿Por qué los ciudadanos están obligados a obedecer sus leyes?

La autoridad política

¿Qué queremos decir cuando decimos que el Estado ejerce la autoridad política? La autoridad política del Estado tiene dos caras. En primer lugar, las personas suelen reconocer al Estado como la autoridad. En otras palabras, reconocen que tiene el derecho a dictar pautas de comportamiento. En segundo lugar, las personas que se rehúsan a obedecer al Estado son forzadas a hacerlo por medio de amenazas o sanciones.

De esta forma, la autoridad política combina la autoridad propiamente tal (reconocida voluntariamente) con la obediencia forzada. Nunca es simplemente «autoridad pura» ni «fuerza pura». Es una mezcla entre ambas.

¿Por qué necesitamos autoridad política? Después de todo, la autoridad política nos impone una serie de obligaciones indeseadas que, en muchos casos, nos dejan en un peor lugar (p. ej.: los impuestos). También puede imponernos obligaciones a las que nos oponemos desde un punto de vista moral (p. ej.: ir a la guerra).

¿Qué podemos responder al anarquista que sostiene que las sociedades pueden gobernarse perfectamente sin autoridad política y sin Estado? Si quisiéramos defender la necesidad de la autoridad política, podríamos empezar por imaginarnos un mundo sin ella. ¿Cómo sería y qué pasaría?

Este es el ejercicio que Hobbes propone en El Leviatán (1651). En esta obra, Hobbes describe lo que el llama la «condición natural del hombre», una condición sin autoridad política. Según él, esta condición es una de feroz competencia por los recursos, miedo permanente de ser atacado y, por tanto, una constante inclinación a atacar primero. El resultado: una vida solitaria, pobre, embrutecida y breve.

El argumento de Hobbes descansa en la premisa de que la cooperación social es imposible en ausencia de confianza, y que la confianza no aparece a menos que exista un poder superior que permita hacer cumplir las leyes. Por tanto, sin una autoridad política, no es razonable esperar que se cumplan los acuerdos y promesas mutuas.

Necesitamos la autoridad política, entonces, porque nos proporciona la seguridad que nos permite confiar en otras personas. Es sólo en un clima de confianza en el que es posible la cooperación que produce los beneficios sociales que disfrutamos.

El argumento anarquista

¿No existe, acaso, otra forma de escapar a la «condición natural»? ¿Puede existir cooperación social sin una autoridad política? Los anarquistas creen que esto es posible. Como lo hemos explorado en esta entrada, existen dos versiones del argumento anarquista: la versión comunitarista y la versión orientada al mercado.

La alternativa comunitarista toma a las pequeñas comunidades como su «bloque» o «unidad» básica de construcción. Son las pequeñas comunidades, en las que es posible conocer a todos cara a cara, las que permiten la cooperación social.

En las comunidades en las que todo el mundo se conoce es más fácil mantener un orden. Cualquier persona que rompa las normas o no quiera realizar su parte está sujeta a penalizaciones sociales fáciles de implementar. En estas circunstancias, la comunidad puede negarse a cooperar con dicha persona e incluso expulsarla.

Los anarquistas comunitaristas argumentan que, por medio de las comunidades, es posible elevar la cooperación social a una escala mayor. Serán las comunidades las que intercambien bienes y servicios las unas con las otras sin necesidad de coordinación central. En este nivel, las comunidades que no cooperen perderán la confianza de las demás comunidades.

El primer problema que aparece con esta visión social idílica es que descansa en comunidades pequeñas como base para el orden social. En el mundo moderno actual, vivimos en grandes sociedades con alta movilidad en las que no podemos asumir que los ciudadanos interactuarán, durante un largo tiempo, con el mismo grupo de personas. La amenaza de exclusión social, en este tipo de sociedades, también pierde sentido.

Un segundo problema es que la cooperación entre comunidades no es tan simple como parece. La lealtad a la propia comunidad a menudo es acompañada por desconfianza hacia las otras comunidades y, por ello, los pactos pueden fallar. Si es que no se llega a un acuerdo sobre cuál es la proporción en la que se debe contribuir y cuál es el beneficio que se obtiene, las comunidades locales pueden negarse a cooperar. Es en esta circunstancia en la que un Estado puede imponer una solución única.

¿Y qué pasa con el anarquismo orientado al mercado? Ciertamente el mercado ha demostrado ser un instrumento apropiado para coordinar grandes grupos de personas. Sin embargo, ¿puede reemplazar al Estado? Lo anarquistas de esta corriente (a veces llamados «libertarios») sugieren que los servicios que el Estado provee pueden ser contratados libre e independientemente. Esto incluye cualquier forma de protección.

En la ausencia del Estado, existirían empresas que se encargarían de proteger la propiedad privada de las personas y de hacer cumplir los contratos entre privados. En caso de que dos agencias no lleguen a un acuerdo, se argumenta, estas podrían acudir a un intermediario que cumpliese la función de arbitro.

¿Es esta una alternativa a la autoridad política? Ciertamente las empresas protectoras tendrán que acudir a la fuerza para defender a sus clientes y sus derechos, pero realmente no hay una autoridad política que todos deban reconocer como tal. Así, esta es, en efecto una alternativa. ¿Pero es una buena alternativa?

En última instancia, ninguna de estas empresas estará obligada a reconocer un conjunto de normas o leyes comunes y se verán forzadas a recurrir a la fuerza. Este escenario nos recuerda a la condición natural de la que nos habla Hobbes, en la que «cada hombre es un enemigo de todos los hombres».

Al mismo tiempo, si todos los individuos se comportan racionalmente, contratarán los servicios de aquella agencia que mejor defienda sus intereses. El resultado será la creación de un cuerpo con el suficiente poder y autoridad para imponer las mismas leyes a todos. Vale decir, un Estado.

Existe un segundo problema con la perspectiva libertaria, el problema de los bienes públicos: aquellos bienes que son proporcionados para todos, independientemente de si se han pagado o no. Algunos ejemplos clásicos son el sistema de transporte, el cuidado del medio ambiente y la defensa de la nación. La historia ha demostrado que el mercado no es una solución efectiva para la provisión de este tipo de bienes, lo que nos lleva a pensar que la autoridad política sigue siendo necesaria.

¿Por qué obedecer la autoridad del Estado?

Por mucho que no nos guste que el Estado nos obligue a pagar impuestos, regule nuestra vida o nos fuerce a ir a la guerra, las sociedades modernas no podrían existir sin él. La verdadera disyuntiva no es si deberíamos tener una autoridad política o no, sino cuál es el tipo de autoridad a tener y cuáles son sus límites.

Pero todavía queda una pregunta por responder: ¿por qué debo obedecer al Estado cuando me pide que haga cosas con las que no estoy de acuerdo? Este es lo que los filósofos llaman «el problema de la obligación política».

Si uno desobedece los mandatos del Estado, el Estado no se destruye. El gobierno sigue en pie, aún si yo violo las leyes. En resumidas cuentas, mi conducta personal no tiene un impacto significativo sobre el orden social. En efecto, muchos Estados sobreviven a pesar de la evasión de impuestos y la delincuencia.

De ello se podría concluir que me beneficio más, personalmente, desobedeciendo la ley que obedeciéndola. Entonces, ¿por qué debería obedecer?

Una razón obvia es, por supuesto, que seré castigado si me niego a obedecer. Pero estamos en la búsqueda de principios fundados en la razón, no en la fuerza. Algunos filósofos políticos creen que este problema no tiene solución: simplemente debo obedecer si encuentro buenas razones personales, independientemente de si la ley proviene de una autoridad legítima o no.

Otros filósofos han intentado dar con buenas respuestas y argumentos. A continuación te presentamos dos de ellas.

I. «Debo obedecer la ley porque he dado mi consentimiento»

El primer argumento señala que estamos obligados a obedecer la ley (y al Estado) porque hemos aceptado hacerlo desde el momento en el que participamos de la sociedad y sus beneficios. El problema con este argumento es evidente: las personas no eligen participar en un Estado, nacen en él y se ven obligadas a obedecer sus leyes. Entonces, ¿en qué sentido dan su consentimiento?

Hobbes argumenta que elegimos el Estado porque preferimos vivir en él que en la condición natural. John Locke, por otra parte, argumentó que aceptamos la autoridad del Estado cuando aceptamos los beneficios que este nos proporciona. En particular, dado que la función principal del Estado es proteger la propiedad, consentimos tácitamente su autoridad y sus leyes cuando adquirimos alguna propiedad.

Podría argumentarse, sin embargo, que realmente no podemos elegir aceptar o rechazar los beneficios del Estado. Simplemente no podemos vivir sin algún tipo de propiedad y no podríamos escapar del Estado sin usar sus carreteras y transitar por sus fronteras.

Más recientemente, algunos filósofos han argumentado que aceptamos la autoridad del gobierno y sus leyes cuando participamos en los comicios electorales. No tendría sentido llevar a cabo elecciones a menos que las personas reconocieran la autoridad del gobierno que emerge de dichas elecciones.

Sin embargo, todavía hay una distancia entre votar y consentir la autoridad del gobierno. A veces votamos por «el menor de los males», simplemente porque no se nos presenta una alternativa que nos deje satisfechos. Quizás el gobierno electo pueda reclamar la autoridad legítimamente, pero esto todavía no significa que los ciudadanos, considerados individualmente, estén obligados a obedecer la ley.

II. «Debo obedecer la ley porque es justo»

Otro enfoque o solución a la pregunta involucra una apelación a la justicia y al «juego limpio». Aun si no soy capaz de darme cuenta de ello, al vivir en un Estado me beneficio (directa e indirectamente) del trabajo de otras personas. También me beneficio de que las demás personas obedezcan las normas que el Estado ha definido como apropiadas.

Por ello, es justo que asuma parte de los costos que hacen posibles estos beneficios. Si no lo hago, estaré sacando provecho de otros ciudadanos que sí asumen dichos costos, y esto no sería justo. En síntesis, mi obligación deriva directamente del hecho de que he sido beneficiado de un acuerdo en el que cada persona contribuye con su parte.

Obedecer la ley y la autoridad política significa renunciar a algunas oportunidades que, de otra forma, pudieran estar disponibles para uno. Todos preferiríamos hacer exactamente lo que queremos hacer, sin tener que considerar la carga que supone el respetar los derechos de otros, pagar impuestos y respetar las señales de tráfico. Pero si una persona se beneficia de quebrar la ley mientras que el resto la cumple, esto nos parece injusto.

Como es evidente, este argumento se sostiene sólo en la medida en que los beneficios que produce el Estado sean distribuidos de forma razonable entre todos los ciudadanos que hacen posible la existencia de dichos beneficios. ¿Qué pasaría en el caso de que esto no suceda? ¿Podrían existir ocasiones en las que se justifique desobedecer la ley? Esta pregunta abre la puerta para formas limitadas de desobediencia que podemos llamar «desobediencia civil«, que podrían ser apropiadas, por ejemplo, para protestar u oponerse a un gobierno autoritario.

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